Lo agobiaba el verano, el calor sofocante que emanaba del asfalto, la corbata que ajustaba su cuello. Caminaba por Corrientes para el bajo y las gotas de los aires acondicionados le caían sobre la frente para refrescarlo del sol picante de enero. Sin ánimos arrastraba los pies y, cuando levantó la vista para tomar un trago de su ya caliente agua mineral, la vio.
Era Josefina y fue como si el tiempo se detuviera. Sin darse cuenta, quedó boquiabierto y apenas ella pasó por su lado, dio media vuelta y la siguió sin pensarlo. A medida que avanzaba, una nube atemporal transportó su mente a aquel verano, siete años atrás, cuando todavía no aborrecía la época estival y llegaba con su mochila a la quinta en Cañuelas.
Se sentía el aroma a eucaliptos y a césped recién cortado, y tan pronto como entraba en la cocina podía oler las frutas que su abuela cortaba para la ensalada. Se oía de fondo el silencio del campo y la casa se veía tan blanca como siempre. Cada verano era como un deja-vú de sentidos, era volver a percibir todo una vez más.
Pero ese enero, cuando tenía 18 años, iba a ser diferente. Había salido hasta la tranquera para aceitar las bisagras y por la calle de tierra vio pasar a una chica en bicicleta que lo saludó con la mano y entró a la casa de al lado. Enseguida, soltó el aceite y se acercó hasta la ligustrina para espiarla entre las hojas.
Ella dejó la bicicleta y sacó de un cuartito una tijera podadora. Observó cómo se aproximaba en su dirección. Era tan alta y esbelta como una espiga. Tenía un pantalón corto blanco, una musculosa verde y ojotas; su pelo castaño estaba adornado con un pañuelo de colores vibrantes. Él no se movió, podía oír los cortes de la tijera muy cerca pero no quería correrse, quería volver a mirarla. Imaginó mañanas de mates con ella, tardes de paseos y noches de largas charlas mirando el cielo. Su imaginación lo llevó tan alto que un tijeretazo cerca de su oreja lo exaltó y se cayó para atrás.
Pudo escuchar su risa y un “¿Estás bien?”. Era ella que lo miraba entre las plantas con una sonrisa. Su vergüenza no pudo más que llevarle las mejillas a un rojo tomate extremo. Ella pasó por un costado y lo ayudó a levantarse. “Josefina”-dijo-“Perdón por el susto”. Él se rió mientras buscaba una excusa para explicar su situación pero Josefina no lo dejó hablar: “Soy nueva por acá, es el primer verano que venimos, ¿vos?”. La breve conversación duró hasta que un auto tocó bocina y ella tuvo que despedirse para ir a abrir.
Sabía que esas no iban a ser las únicas palabras con las que se quedaría, había idealizado a Josefina como la mujer de su vida. Poco sabía de ella y no le hacía falta saber más para tomar tal determinación. Esa noche preguntó a sus abuelos si conocían a los vecinos nuevos pero su hermanita menor, que ya llevaba hospedada allí unas semanas, no los dejó contestar y dio su versión. Según ella, eran los familiares de la doña que solía vivir ahí y sólo se quedarían un tiempo para sacar algunas pertenencias y preparar la casa para alquilar. La abuela asintió.
No había tiempo que perder, si Josefina iba a estar poco tiempo tenía que encontrar la manera de acercársele. En los días consiguientes sólo se saludaban cuando se veían, eso lo impacientaba cada vez más y le hacía sentir que su corazón le iba a saltar por la boca. Pero un atardecer coincidieron en el almacén y él, sin vacilar, la invitó a compartir una cerveza esa noche.
La luz tenue y amarillenta de dos farolitos puestos en la galería, iluminaba sus ojos color miel y resaltaba el claro de su pelo larguísimo. Acomodados en el sillón mecedor, tomaban de los porrones helados y hablaban de sus vidas. La brisa cálida los abrazaba y en el silencio de alguna pausa intercambiaban miradas cómplices. Estaban cerca, él podía oler su perfume frutal y sentir con los roces de sus brazos lo tersa que era su piel bronceada. En un minuto, luego de tragar el último sorbo de cerveza y velozmente como una inyección dolorosa, ella le dijo que la mañana siguiente volvía a su casa para irse a alguna playa del sur de Brasil con su mejor amiga.
Él notó algo de tristeza en su mirada o quizá melancolía, porque sabía que Josefina hubiera deseado aunque sea un día más en Cañuelas. Y no estaba equivocado, fue lo que ella luego expresó en las más dulces palabras que no pudieron evitar que la besara, mientras una fuerte ráfaga de viento auguraba una tormenta. Antes de que pudiera abrir los ojos para salir de ese trance mágico, la primera gota de lluvia salpicó su cara.
Como despertándose de un sueño eterno, se secó con el antebrazo la humedad que le había dejado el rastro de esa pequeña porción de agua y cuando volvió a mirar, vio el azul profundo de su traje y otro aire acondicionado ubicado sobre una pared gris cuyo escupitajo lo había despabilado. Echó un vistazo a su alrededor y volvió a divisar a Josefina que esperaba en la puerta de un edificio. Tan pronto como se decidió a ir a hablarle, la puerta se abrió y salió un fornido muchacho que la abrazó. Un sudor frío recorrió su espalda y la sintió otra vez tan lejos como la mañana que ella se fue de Cañuelas, con su pañuelo de colores vibrantes.
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