viernes, 14 de agosto de 2009

Capuccino

Me senté en la hilera final de asientos del colectivo, ahí donde cualquiera que sube fija la mirada. En la parada de Anchorena los vi subir: eran una pareja de esas que parecen combinar en todo pero algo me iba a demostrar que no era tan así.
Se ubicaron bastante cerca de mí, parados, sosteniéndose de la última fila de asientos dobles antes de la puerta. De un silencio incómodo, pasaron a una discusión casi discreta. Hablaban en voz baja pero era evidente que estaban discrepando en algo. Siempre me pareció patética la gente que hace escándalos de cualquier tipo en público. Sin embargo, me dio la sensación de que ellos realmente no podían esperar.
De repente, ella lo abrazó a él, que levantó la vista y me vio que lo estaba observando. En cualquier otra situación yo hubiera corrido mis entrometidos ojos de ahí, pero sostuve mi mirada esperando a que él la corriera. Ninguno de los dos estaba dispuesto a hacerlo y, antes de que el brazo de su novia lo soltara, pude ver en su cara una expresión de resignación.
Finalmente, ella se bajó dos paradas antes que la mía. Cuando el colectivo llegó a Acoyte, quedamos él y yo esperando para bajar. Una vez abajo, sin rodeos, me preguntó si lo acompañaba a tomar un capuccino al bar de la esquina. Contra todo precepto paternal, acepté la invitación de este extraño que me pareció de lo más inofensivo. Además, tenía unos ojos verdes demasiado profundos. Está bien, podría haber sido un tipo peligroso, pero lo único que quería era hablar.
Fue una situación de lo más extraña: alguien que había visto en el colectivo y con quien ni siquiera había cruzado palabra en el trayecto, ahora me daba detalles de su vida. No sé por qué lo escuché, me habrá parecido sincero.
Según él, estaba en las últimas con Martina que lo celaba demasiado. El noviazgo venía desde hacía tres años y no daba para más, habían cambiado mucho los dos.
Con curiosidad le pregunté por qué me había invitado el café y me dijo que no había explicación alguna, que nunca hacía esas cosas. De hecho, era la primera vez.
Con una sonrisa comparó la situación con la de una visita al psicoanalista: “¿Para qué pagar para hablar con un desconocido si en el colectivo hay para elegir escuchadores a cambio de un café?”. Me reí, no era una apreciación tan descabellada.
Charlamos, fue una conversación distendida. Sus puntos de vista eran muy interesantes, otros cuestionables, parecía especial. Estaba cómoda en su compañía pero cuando nos quisimos dar cuenta ya era casi la hora de la cena.
No me dejó pagar lo mío, por más que insistí. Salimos y ambos nos agradecimos por la charla. “¡Cierto! Soy Pedro”, dijo riéndose y se perdió entre el gentío.

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